HOLA A TODOS
OS RECUERDO QUE LA SEMANA QUE VIENE CAMBIARÉ LA DIRECCIÓN URL (NOMBRE DE LA WEB) DEL BLOG, YA OS DIRÉ CUÁL ES EL NUEVO PORQUE TENGO QUE PROBAR QUE EL QUE TENGO PENSADO NO ESTÉ OCUPADO.
A PARTIR DEL 1 DE JULIO TENDRÉIS QUE TECLEAR OTRA DIRECCIÓN PARA ACCEDER AL BLOG. SUPONGO QUE PERDERÉ A ESAS PERSONAS QUE APARECEN COMO SEGUIDORES A LA DERECHA, PERO LOS QUE ESTÁIS EN MI LISTA DE CORREO NO TENÉIS DE QUÉ PREOCUPAROS, LA NUEVA DIRECCIÓN ESTARÁ ALLÍ.
SIN MÁS OS DEJO CON "JACK VUELVE"
HASTA PRONTO...
Constance
no paró de llorar todo el trayecto hasta llegar a su casa. Las calles se
desdibujaban en un mar de lágrimas que no cesaba.
No podía creer que todo se hubiera
desmoronado de esa manera, en cuestión de segundos. Todos los planes para el
futuro, todas las molestias que se había tomado para llegar hasta Percy… Se
había comportado como una estúpida malcriada. Ahora lo veía con claridad. Pero
lo que nunca habría imaginado era que alguien con la posición económica y social
de Percy pudiera caer tan bajo como para liarse con una… vulgar doncella. Su
mente se negaba a aceptarlo. Sin embargo, la expresión de culpabilidad en el
rostro de él no le había dejado lugar a dudas. «Todos los hombres son iguales»,
pensaba a medida que luchaba contra el viento y se esforzaba por arroparse,
«promiscuos por naturaleza».
Al volver la esquina de su calle, le
pareció ver por el rabillo del ojo una sombra moverse unos metros por detrás de
ella. El llanto se detuvo. Se giró, pero no vio nada anormal.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Nada.
Aguardó unos instantes antes de proseguir su camino, pero una punzada de
inquietud se le había agarrado al estómago. La calle se veía desierta. Quizás
debería haberse tragado el orgullo por una última vez y haber permitido que
Percy la acompañase a casa.
Un
ruido la sobresaltó. Se detuvo y miró atrás de nuevo. El estrépito provenía de
un callejón que acababa de dejar atrás. La inquietud se tornó en pánico. Había
alguien allí. No estaba sola. Calculó que apenas le faltaba un centenar de
metros para llegar a la puerta de su casa. Una vez traspasada la cancela,
estaría a salvo.
—¡Oiga!
¿Necesita ayuda? —inquirió con voz temblorosa. Nada más decirlo, se sintió
ridícula, pero su mente se negaba a elaborar algo más convincente.
La
respuesta no llegó. Constance se armó de valor y dio un paso hacia el callejón. No se atrevía
a darle la espalda al sonido. «No tengo nada con qué defenderme», pensó.
En
un esfuerzo titánico por recuperar el control de sí misma, respiró hondo y
avanzó hacia el callejón. Se quitó un botín y lo enarboló. «Un buen golpe con
un tacón en un ojo puede resultar muy convincente», se dijo a sí misma. Llegó a
la entrada del callejón y se asomó por la esquina con cautela. No se veía
demasiado, no estaba iluminado.
Por
un momento cruzó por su mente la descabellada idea de entrar allí y cerciorarse
de que nadie la acechaba, que todo lo estaba imaginando y se estaba
sugestionando a sí misma, presa de un ridículo temor sin fundamento. Descartó
la posibilidad, no se metería en aquella calleja maloliente por nada del mundo.
Intentó
recomponerse y se calzó de nuevo, volviéndose en dirección a su casa, cuando un
nuevo ruido le hizo saltar el corazón del pecho. Se volvió, imaginando que un
sucio mendigo se le echaba encima, cuando vio que era un simple gato el que
salía de las sombras con un pequeño ratoncillo en la boca.
Apoyada
contra la pared, sin respiración, permaneció unos momentos maldiciendo su propia debilidad. Todo aquel follón por un
gato. A fin de cuentas, no era más que una mojigata, pensó con amargura. Si
Faith hubiera estado allí ella no habría tenido miedo.
Faith.
Ella sí que tenia las ideas claras y no le importaba enfrentarse a lo que
hiciera falta para conseguir sus propósitos. En ese momento recordó el asunto
de Alfred. Algo no olía bien en todo aquello. Constance no creía en la
casualidad. Si Alfred era un agente de policía su presencia entre ellos no
podía ser fortuita. Al día siguiente se acercaría para comentar con Faith lo
que había averiguado. Ella sabría qué hacer.
Llegó
hasta la puerta de su casa y sacó un llavín para abrir la cancela que daba
acceso al patio. Un susurro de ropas se elevó tras de ella. Una mano la agarró
del brazo. El grito salió de su garganta sin darle tiempo ni siquiera a
pensarlo.
—¡No
grites, Constance! ¿Soy yo!
—¡Alfred!
¿Qué estás haciendo tú aquí?
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