ESTA SEMANA HA VUELTO JACK... Y DE QUÉ MANERA. CUANDO TODO PARECÍA ESTAR EN CALMA, LA TEMPESTAD VUELVE A ARREMETER CONTRA LOS PROTAGONISTAS DE NUESTRA HISTORIA, QUE NO SALEN EN UNA Y YA ESTÁN METIDOS EN LA SIGUIENTE.
ESTA SEMANA HE PUESTO RACIÓN DOBLE, PARA SATISFACER A AQUELLOS QUE SE QUEJAN DE QUE ES POCO LO QUE CUELGO SEMANALMENTE.
QUE LO DISFRUTÉIS. HASTA PRONTO.
El
otoño empezaba a avisar de su inminente llegada enviando una fresca brisa que
amenazaba las hojas de los árboles. Tras el sofoco del verano, la gente agradecía
este respiro y aprovechaba para pasear por los parques y por las calles cuando
la tarde comenzaba a declinar. Entre ellos se encontraban dos parejas de
jóvenes sonrientes. Nada de especial, Faith y Constance, junto con Percy y el
agente Alfred Hedges, que ya se había hecho habitual en su compañía.
El sol estaba a punto de esconderse
tras el horizonte cuando los cuatro llegaron a la altura de la puerta de la
mansión de Faith. A Constance se la veía resplandeciente colgada del brazo de
Percy con una mano mientras con la otra sujetaba un delicado parasol con un
borde de encaje. Por fin, tras mucho perseguirlo, había logrado su objetivo:
que Percy le pidiera salir con él de una manera oficial. «Todo es cuestión de
trabajo y tesón», le había confesado entre risas a Faith una tarde mientras
sorbían una limonada a la sombra de la enredadera que cubría un cenador en el
jardín de Sir Richard. A Faith le había parecido muy divertido el hecho de que
Constance se hubiera planteado su relación con Percy como un “trabajo”, tal y
como ella lo definía.
—Pero ¿tú le amas de verdad?
—inquirió Faith al tiempo que se abanicaba para espantar las moscas que también
buscaban el refugio de la cubierta vegetal para escapar de la canícula.
—Verás, Faith, querida. Cuando una
mujer llega a cierta edad, y que conste que esto te atañe igualmente a ti, debe
plantearse el futuro de una manera más seria. No podemos esperar vivir en el
hogar paterno por siempre. Y creo que Percy es un partido excelente. Es guapo,
simpático y no es amigo del alcohol ni de los juegos de cartas. El amor es
simplemente una emoción para cuando somos unas jovencillas despreocupadas.
Ahora toca preocuparse por el mañana.
Faith pareció indignarse ante el
pragmatismo de su amiga.
—En absoluto estoy de acuerdo contigo.
Por supuesto que podemos aspirar a ser felices, a la edad que sea. Nadie nos lo
puede impedir.
—A
pesar de la posición de mi familia, Faith, mi padre no es un aristócrata.
Depende de la marcha de sus negocios para asegurar el sustento de su familia.
—¿Qué
se supone que pretendes decir? —Faith arrugó el entrecejo, sosteniendo el vaso
a medio camino entre la mesa y los labios, como si se hubiera detenido el
tiempo.
—Nada,
querida, nada. No te enfades. Solo estaba hablando de Percy ¿recuerdas? Es tan
guapo…
Y
así siguieron toda la tarde, urdiendo planes para hacer que el ratón quedara
atrapado en la ratonera. Justo lo que había ocurrido durante el verano.
Delante
de la verja que iniciaba el camino hasta la puerta de la casa Thorton,
Constance y Percy se despidieron de los otros.
—Se
nos ha hecho un poco tarde —aseveró Percy mirando hacia el sol poniente—. He de
acompañar a Constance hasta su casa. No es prudente que una dama vaya sola por
las calles a estas horas. Además de peligroso, no estaría de acuerdo con las
más elementales reglas del decoro.
Faith
y Alfred sonrieron al pensar en los innumerables peligros que podían asaltar a
una dama en las concurridas calles de Londres, sobre todo teniendo en cuenta
que la distancia entre la casa de Constance y la de Faith se podía cubrir a pie
en menos de veinte minutos. Ambos cruzaron una mirada de complicidad, y Alfred
se apresuró a excusarse.
—Muy
bien, como Faith ya está en casa, yo me retiro. Mañana hay que madrugar para
trabajar —con una inclinación de cabeza y una elevación de sombrero, emprendió
su camino calle arriba, justo en dirección contraria a la que debían tomar
Constance y Percy.
—Mañana
te espero a la hora del té —dijo Faith besando la mejilla de Constance—. Tienes
que ayudarme a terminar el tapiz que estoy bordando.
—No
faltaré —Faith le apretó la mano, agradecida por aquel rato de intimidad que le
habían puesto en bandeja—. A la hora del té —y se despidió de su amiga con un
gesto de la mano.
Ella
y Percy caminaban lentamente por la acera, en un intento por alargar el tiempo
que podían estar a solas mientras llegaban a casa de ella. Al cruzar por
delante de una calle, una repentina ráfaga de
aire se llevó la sombrilla de Constance hacia el interior del callejón.
—¡Oh,
vaya! ¡No me ha dado tiempo a sujetarla1 —exclamó Constance, consternada.
—Tranquila.
Yo iré por ella —se ofreció Percy amablemente, mientras hacía ademán de
internarse en el callejón. Un callejón estrecho y oscuro, del que emanaba un
desagradable olor a basura en descomposición y a orines humanos.
Y
entonces Constance lo reconoció. Un escalofrío la sacudió de la cabeza a los
pies. El aire escapó de sus pulmones, negándose a entrar de nuevo.
—¡NO!
¡No entres ahí! —gritó cuando hubo recuperado la respiración.
Percy
se volvió, extrañado. La sombrilla se hallaba en el suelo, a apenas veinte
metros de distancia. Aquel lugar apestaba, pero la reacción de Constance le
pareció excesiva.
—¿Qué
ocurre? —intentó deshacerse de la mano de Constance, que se negaba a soltarle y
tiraba de él hacia atrás—. Solo voy a recoger el parasol y vuelvo. No tardo ni
diez segundos.
—Es…
es… —Constance no acertaba a decirlo—. ¡Fue ahí! ¡Fue ahí donde ocurrió! ¡El
asesinato! ¡Donde Fatih halló el cadáver destrozada de aquella chica!
Percy
se detuvo por un instante, mirando hacia la oscuridad que iba apoderándose del
sucio callejón. Por un momento el terror irracional que reflejaban los ojos de
Constance afectó a su ánimo, pero unos instantes después la racionalidad se
impuso.
—Venga,
Constance, solo se trata de una calleja llena de basura. A pesar de lo que
ocurrió, estamos prácticamente a la vista de todo el mundo. Aparte de ratas y
suciedad, no hay nada más ahí.
—Por
favor, Percy, deja la sombrilla. No quiero que entres ahí.
Él
pareció empeñarse más cuanto más se resistía ella.
—Suéltame,
Constance, en la mitad del tiempo que llevamos aquí dudando, ya habría estado
de vuelta. Voy a recoger tu parasol y lo voy a traer de vuelta, querida, así
que tranquilízate y déjame ir.
—Por
favor… —una lágrima escapó de los ojos de Constance, mientras Percy se deshacía
de su agarre suave pero firmemente—. Yo… yo… iré contigo —él enarcó una ceja,
asombrado—. Eso es. Iremos los dos.
Casi
tirando de ella, Percy se introdujo decidido en la umbría del callejón. A
Constance se le erizó el vello del cogote. El aire parecía detenido allí, en la
semipenumbra. Le parecía mentira que unos segundos antes una ventolera le
hubiera arrancado la sombrilla de las manos. La atmósfera se hizo densa,
irrespirable. El fétido olor que provenía de los montones de basura apilados
sin orden hacía difícil la tarea de respirar. Al fondo del callejón, un montón
de cajas apiladas contra la pared. La calleja no tenía salida. Constance se
resistió aún más, entorpeciendo la marcha de Percy.
—¡Oh,
venga, Connie! ¡Así no acabaremos nunca! —se quejó él.
Fue
entonces cuando lo oyeron. Algo se movía entre las cajas tiradas en el fondo de
la calle. Algo mucho más grande que una rata.
—¿Has
oído eso? —logró balbucir Constance—. Hay… hay algo ahí.
Percy
también lo había oído, pero les faltaban apenas unos pasos para llegar al lugar
donde se hallaba la sombrilla. No podía permitir que su hombría y su orgullo
quedaran en entredicho, y menos delante de la que se suponía iba a ser su
esposa en el futuro. Tiró un poco más del brazo de ella y siguieron adelante. Cuando
ya estaban casi al lado de la sombrilla, esta se elevó, como impelida por un soplo
de vida y fue a parar al lado del montón de cajas. Constance emitió un quejido lastimero
y suplicó una vez más.
—¡Percy,
por favor, escúchame! ¡No me hagas suplicarte una vez más! Esto no me gusta… ¡Vámonos
de aquí!
—No
insistas más Constance. Te estás comportando como una chiquilla. ¡Basta ya de gimoteos!
Así,
uno tirando hacia delante y el otro hacia atrás, llegaron hasta la sombrilla y la
pequeña montaña de cajas. Percy se agachó y tomó el parasol, examinándolo a la escasa
luz.
—Aquí
está. Por fortuna, no se ha ensuciado prácticamente nada. ¿Ves? No hay motivo para
tanto alborot…
Entonces,
con gran estruendo, una de las cajas se dio la vuelta y dejó al descubierto una
figura humana. Unos oscuros y penetrantes ojos quedaron fijos en los dos asombrados
y aterrorizados jóvenes.
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