Aprender es un acto que solo termina cuando la vida se extingue. Yo
solía pensar que esto de la literatura “de bajo nivel” (por llamarlo de alguna
manera) era una criatura, como las que habitan las fosas marinas, destinada a la
extinción sin llegar a ser descubierta. Pero no, no es así.
Allá por noviembre (qué lejos parece ya), en un arrebato de decisión,
uno de tantos días que paso por la biblioteca, me atrevía a proponer la
organización de un taller literario, para compartir, que no enseñar, mis limitados
conocimientos acerca de eso que tanto me gusta hacer: inventar y escribir
historias. Aquel día pensaba que lo que estaba proponiendo era poco menos que
una insensatez, que nadie estaría interesado. De nuevo me equivoqué.
Lo dejamos para después de las navidades, esas fechas en las que nadie
quiere pensar en nada que no sean compras compulsivas y cenas monumentales. Sin
embargo, no cayó en el olvido y la iniciativa se retomó. Y aquí empezaron las
sorpresas.
En tres días se ocuparon las plazas disponibles y se apuntaron seis
personas en la reserva. Las edades oscilaban entre los 14 y los 70 años,
increíble. Pero lo mejor de todo ha sido el interés de los asistentes, su
curiosidad, sus ganas de acometer esta ingrata tarea escritoril.
Y lo he pasado fenomenal, hablando de cosas que me encantan, con gente
tan interesada como yo en el tema, gente dispuesta a recibir y aprovechar la
experiencia ajena. El pasado viernes 17 de febrero se cerró el taller, con un
sabor de boca inmejorable, con ganas de
seguir adelante por muy malos ratos que hayan de venir.
No sé si repetiré o no, pero aquí queda
eso: mi propio taller, un grupo de personas interesadas en lo que yo pueda
decir, en lo caminado y lo que está aún por andar, que espero sea mucho.
Hasta pronto.