viernes, 12 de abril de 2013

JACK VUELVE XIX ¡¡DOBLE RACIÓN!!

   HOLA A TODOS
   ESTA SEMANA HA VUELTO JACK... Y DE QUÉ MANERA. CUANDO TODO PARECÍA ESTAR EN CALMA, LA TEMPESTAD VUELVE A ARREMETER CONTRA LOS PROTAGONISTAS DE NUESTRA HISTORIA, QUE NO SALEN EN UNA Y YA ESTÁN METIDOS EN LA SIGUIENTE.
   ESTA SEMANA HE PUESTO RACIÓN DOBLE, PARA SATISFACER A AQUELLOS QUE SE QUEJAN DE QUE ES POCO LO QUE CUELGO SEMANALMENTE.
   QUE LO DISFRUTÉIS. HASTA PRONTO.
 
El otoño empezaba a avisar de su inminente llegada enviando una fresca brisa que amenazaba las hojas de los árboles. Tras el sofoco del verano, la gente agradecía este respiro y aprovechaba para pasear por los parques y por las calles cuando la tarde comenzaba a declinar. Entre ellos se encontraban dos parejas de jóvenes sonrientes. Nada de especial, Faith y Constance, junto con Percy y el agente Alfred Hedges, que ya se había hecho habitual en su compañía.
            El sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte cuando los cuatro llegaron a la altura de la puerta de la mansión de Faith. A Constance se la veía resplandeciente colgada del brazo de Percy con una mano mientras con la otra sujetaba un delicado parasol con un borde de encaje. Por fin, tras mucho perseguirlo, había logrado su objetivo: que Percy le pidiera salir con él de una manera oficial. «Todo es cuestión de trabajo y tesón», le había confesado entre risas a Faith una tarde mientras sorbían una limonada a la sombra de la enredadera que cubría un cenador en el jardín de Sir Richard. A Faith le había parecido muy divertido el hecho de que Constance se hubiera planteado su relación con Percy como un “trabajo”, tal y como ella lo definía.
            —Pero ¿tú le amas de verdad? —inquirió Faith al tiempo que se abanicaba para espantar las moscas que también buscaban el refugio de la cubierta vegetal para escapar de la canícula.
            —Verás, Faith, querida. Cuando una mujer llega a cierta edad, y que conste que esto te atañe igualmente a ti, debe plantearse el futuro de una manera más seria. No podemos esperar vivir en el hogar paterno por siempre. Y creo que Percy es un partido excelente. Es guapo, simpático y no es amigo del alcohol ni de los juegos de cartas. El amor es simplemente una emoción para cuando somos unas jovencillas despreocupadas. Ahora toca preocuparse por el mañana.
            Faith pareció indignarse ante el pragmatismo de su amiga.
            —En absoluto estoy de acuerdo contigo. Por supuesto que podemos aspirar a ser felices, a la edad que sea. Nadie nos lo puede impedir.
—A pesar de la posición de mi familia, Faith, mi padre no es un aristócrata. Depende de la marcha de sus negocios para asegurar el sustento de su familia.
—¿Qué se supone que pretendes decir? —Faith arrugó el entrecejo, sosteniendo el vaso a medio camino entre la mesa y los labios, como si se hubiera detenido el tiempo.
—Nada, querida, nada. No te enfades. Solo estaba hablando de Percy ¿recuerdas? Es tan guapo…
Y así siguieron toda la tarde, urdiendo planes para hacer que el ratón quedara atrapado en la ratonera. Justo lo que había ocurrido durante el verano.
Delante de la verja que iniciaba el camino hasta la puerta de la casa Thorton, Constance y Percy se despidieron de los otros.
—Se nos ha hecho un poco tarde —aseveró Percy mirando hacia el sol poniente—. He de acompañar a Constance hasta su casa. No es prudente que una dama vaya sola por las calles a estas horas. Además de peligroso, no estaría de acuerdo con las más elementales reglas del decoro.
Faith y Alfred sonrieron al pensar en los innumerables peligros que podían asaltar a una dama en las concurridas calles de Londres, sobre todo teniendo en cuenta que la distancia entre la casa de Constance y la de Faith se podía cubrir a pie en menos de veinte minutos. Ambos cruzaron una mirada de complicidad, y Alfred se apresuró a excusarse.
—Muy bien, como Faith ya está en casa, yo me retiro. Mañana hay que madrugar para trabajar —con una inclinación de cabeza y una elevación de sombrero, emprendió su camino calle arriba, justo en dirección contraria a la que debían tomar Constance y Percy.
—Mañana te espero a la hora del té —dijo Faith besando la mejilla de Constance—. Tienes que ayudarme a terminar el tapiz que estoy bordando.
—No faltaré —Faith le apretó la mano, agradecida por aquel rato de intimidad que le habían puesto en bandeja—. A la hora del té —y se despidió de su amiga con un gesto de la mano.
Ella y Percy caminaban lentamente por la acera, en un intento por alargar el tiempo que podían estar a solas mientras llegaban a casa de ella. Al cruzar por delante de una calle, una repentina ráfaga de  aire se llevó la sombrilla de Constance hacia el interior del callejón.
—¡Oh, vaya! ¡No me ha dado tiempo a sujetarla1 —exclamó Constance, consternada.
—Tranquila. Yo iré por ella —se ofreció Percy amablemente, mientras hacía ademán de internarse en el callejón. Un callejón estrecho y oscuro, del que emanaba un desagradable olor a basura en descomposición y a orines humanos.
Y entonces Constance lo reconoció. Un escalofrío la sacudió de la cabeza a los pies. El aire escapó de sus pulmones, negándose a entrar de nuevo.
—¡NO! ¡No entres ahí! —gritó cuando hubo recuperado la respiración.
Percy se volvió, extrañado. La sombrilla se hallaba en el suelo, a apenas veinte metros de distancia. Aquel lugar apestaba, pero la reacción de Constance le pareció excesiva.
—¿Qué ocurre? —intentó deshacerse de la mano de Constance, que se negaba a soltarle y tiraba de él hacia atrás—. Solo voy a recoger el parasol y vuelvo. No tardo ni diez segundos.
—Es… es… —Constance no acertaba a decirlo—. ¡Fue ahí! ¡Fue ahí donde ocurrió! ¡El asesinato! ¡Donde Fatih halló el cadáver destrozada de aquella chica!
Percy se detuvo por un instante, mirando hacia la oscuridad que iba apoderándose del sucio callejón. Por un momento el terror irracional que reflejaban los ojos de Constance afectó a su ánimo, pero unos instantes después la racionalidad se impuso.
—Venga, Constance, solo se trata de una calleja llena de basura. A pesar de lo que ocurrió, estamos prácticamente a la vista de todo el mundo. Aparte de ratas y suciedad, no hay nada más ahí.
—Por favor, Percy, deja la sombrilla. No quiero que entres ahí.
Él pareció empeñarse más cuanto más se resistía ella.
—Suéltame, Constance, en la mitad del tiempo que llevamos aquí dudando, ya habría estado de vuelta. Voy a recoger tu parasol y lo voy a traer de vuelta, querida, así que tranquilízate y déjame ir.
—Por favor… —una lágrima escapó de los ojos de Constance, mientras Percy se deshacía de su agarre suave pero firmemente—. Yo… yo… iré contigo —él enarcó una ceja, asombrado—. Eso es. Iremos los dos.
Casi tirando de ella, Percy se introdujo decidido en la umbría del callejón. A Constance se le erizó el vello del cogote. El aire parecía detenido allí, en la semipenumbra. Le parecía mentira que unos segundos antes una ventolera le hubiera arrancado la sombrilla de las manos. La atmósfera se hizo densa, irrespirable. El fétido olor que provenía de los montones de basura apilados sin orden hacía difícil la tarea de respirar. Al fondo del callejón, un montón de cajas apiladas contra la pared. La calleja no tenía salida. Constance se resistió aún más, entorpeciendo la marcha de Percy.
—¡Oh, venga, Connie! ¡Así no acabaremos nunca! —se quejó él.
Fue entonces cuando lo oyeron. Algo se movía entre las cajas tiradas en el fondo de la calle. Algo mucho más grande que una rata.
—¿Has oído eso? —logró balbucir Constance—. Hay… hay algo ahí.
Percy también lo había oído, pero les faltaban apenas unos pasos para llegar al lugar donde se hallaba la sombrilla. No podía permitir que su hombría y su orgullo quedaran en entredicho, y menos delante de la que se suponía iba a ser su esposa en el futuro. Tiró un poco más del brazo de ella y siguieron adelante. Cuando ya estaban casi al lado de la sombrilla, esta se elevó, como impelida por un soplo de vida y fue a parar al lado del montón de cajas. Constance emitió un quejido lastimero y suplicó una vez más.
—¡Percy, por favor, escúchame! ¡No me hagas suplicarte una vez más! Esto no me gusta… ¡Vámonos de aquí!
—No insistas más Constance. Te estás comportando como una chiquilla. ¡Basta ya de gimoteos!
Así, uno tirando hacia delante y el otro hacia atrás, llegaron hasta la sombrilla y la pequeña montaña de cajas. Percy se agachó y tomó el parasol, examinándolo a la escasa luz.
—Aquí está. Por fortuna, no se ha ensuciado prácticamente nada. ¿Ves? No hay motivo para tanto alborot…
Entonces, con gran estruendo, una de las cajas se dio la vuelta y dejó al descubierto una figura humana. Unos oscuros y penetrantes ojos quedaron fijos en los dos asombrados y aterrorizados jóvenes.

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